Eduardo
Facciolo
Alba

Eduardo   Facciolo Alba
Nacimiento:  
7
/
2
/
1829
Fallecimiento:  
28
/
9
/
1852

Nació en el poblado de Regla. Junto a sus padres, Carlos, natural de la ibérica ciudad de Cádiz, y María de los Dolores, criolla, reside en la calle San Agustín, numero 21.

En el año 1837 estaba matriculado en la Escuela Elemental de Varones de dicho poblado donde recibe su primera instrucción. Estudiante de la escuela elemental de varones de dicha localidad costera, tiene en Juan Coca y Quintana al profesor que lo educa. En su expediente académico consta que a los nueve años ya forma parte del alumnado de octava clase, el grado más adelantado de la época.

Siendo muy joven comienza a aprender el oficio de tipógrafo en la imprenta literaria a cargo de Domingo Patiño, de la capital cubana, pues la difícil realidad económica que afronta la isla golpea a la familia y lo obliga a buscar empleo. En pocos meses conoce todos los rudimentos de la labor. Posteriormente se desempeña como cajista en varias rotativas, hasta que 1844 ingresa al taller que edita el periódico Faro Industrial de La Habana, del cual llega a ser regente.

Se convierte en un linotipista cuidadoso y diligente. Es así como conoce a Cirilo Villaverde, José García de Arboleya, José María de Cárdenas, y otros escritores y periodistas que le insuflan el amor a la patria y los ideales revolucionarios.

En 1844 comienza a trabajar en la imprenta donde se editaba el periódico el El Faro Industrial de La Habana, donde fue designado por su director Don José García Arabaleya para ocupar la plaza de Regente a finales de 1845.

Juan Bellido de Luna, ex director del Archivo Histórico Nacional, lo describe como “joven bastante agraciado, de regular estatura, color blanco, pelo negro rizado, ojos verdes, boca pequeña y semblante risueño, que vestía con limpieza pero modestamente, hombre de buen carácter, franco y desinteresado, sin vicios, laborioso, económico y amante decidido de toda idea liberal y amplia.”.

Facciolo joven con dominio en el arte de la imprenta, con dotes y una inclinación natural hacia el conocimiento le tocó vivir una época difícil y precursora de la historia de su país.

Mientras, Salvador Bueno se refiere a él como: "la imagen de su rostro alegre, con un mostacho mosqueteril, con una honda de pelo que le cae románticamente sobre las sienes. En los ojos se le aposenta, sin embargo, como una nube de nostalgia, como tienen casi siempre los predestinados a los hechos gloriosos y a la muerte temprana".

A pesar de su corta edad, el fusilamiento de Diego Gabriel de la Concepción Valdés, Plácido, en 1844, marca para siempre la vida a Eduardo.

Por este motivo hace manifestaciones en protesta contra la cruel tiranía que ejerce España sobre Cuba, que sirven para que el progenitor le censure por su incipiente anticolonialismo. Incluso, su padrino, el capitán pedáneo de Regla, Guillermo Gonzáles, le reprende severamente por esa actitud.

Tras la supresión del Faro Industrial de La Habana, en 1851, y caer prisionero el ciudadano norteamericano John S. Thrasher, ex director de ese órgano y amigo de Facciolo, este decide regresar a Regla y abrir una cigarrería.

Ante la necesidad de buscar el medio de responder a la campaña de insidia que la prensa gubernamental vierte sobre los criollos, la Junta Revolucionaria le propone al periodista Juan Bellido de Luna sacar un periódico clandestino para contrarrestar las calumnias e injurias y propugnar por la independencia de nuestro suelo. Anacleto Bermúdez y Porfirio Valiente conciertan colaborar con este peligroso proyecto.

Con esta encomienda, Bellido de Luna busca a un tipógrafo de confianza.

Desde la cárcel, en la fortaleza de la punta, Thrasher le recomienza contactar con Facciolo, y le asegura al periodista que éste es un hombre de fiar. De esta manera, el joven se convierte en la mano ejecutora de la empresa. A esta actividad se suman los impresores Santiago Spencer y José M. Salinero. El primero, suministra enseres; el segundo, los tipos. Organizan una pequeña rotativa que les permite, con gran trabajo y de manera subrepticia, poner en práctica el plan.

Una prensa de copiar cartas les es preparada por el estadounidense Abraham Scott, e instalan el equipo en un cuarto alto interior, propiedad de Ramón Nonato Fonseca, ubicada frente al Palacio de los Capitanes Generales, en La Habana. Un baúl, en forma de ataúd, y revestido de badana negra, sirve para esconder la maquinaria durante los traslados necesarios para no ser atrapados.

Después de tener listo el improvisado taller y con apoyo de otros dos operarios amigos de Eduardo, se edita el 13 de Junio 1852, el primer numero de La Voz del Pueblo Cubano.

La hoja llama a los nacionales a combatir por la libertad, a luchar contra la tiranía entronizada, a derrocar el gobierno que representa a España. Órgano de la independencia se autotitula este precursor de la prensa revolucionaria cubana.

La cifra de dos mil ejemplares impresos invade rápidamente las calles, y generan, por una parte, el desconcierto de las autoridades y, por otra, la alegría de los criollos que añoran la libertad.

A pesar de todos los esfuerzos por evitar la circulación del periódico, sale de la villa de San Cristóbal de La Habana y llega a otras ciudades del país e, incluso, de los Estados Unidos y España. El gobierno considera que la publicación resulta un acto de audacia que tiene por finalidad alentar el espíritu de rebeldía entre los cubanos y provocar un alzamiento contra la metrópoli.

El capitán general de la Isla, Valentín Cañedo, dicta órdenes severas de que las fuerzas militares y policiales empleen todos los recursos para descubrir la estampa y reducir a prisión los redactores del periódico. Cañedo ofrece elevadas sumas a los que delaten a los autores.

Dentro de baúl, al que llaman "sarcófago", la imprenta es llevada, inicialmente, a un almacén de azúcar, situado en la calle Teniente Rey, propiedad de Antonio, hermano de Bellido de Luna. Luego se traslada a la casa de un amigo de Facciolo, en Regla.

El 4 de Julio reaparece la hoja con su segundo número, pero ahora con el reducido nombre de La Voz del Pueblo. Esta vez, tres mil números son transportados hasta el almacén, dentro de cesta de champaña, para ser repartidos con posterioridad de forma clandestina. Aquí Cañedo recibe el apelativo de "General Salchichas". Incluye, además, una poesía dedicada al anexionista venezolano Narciso López.

No se hace esperar la acción colérica y vengativa del gobierno colonial: arrestos, registros a imprentas, comercios y hogares se suceden. Con odio visceral buscan desesperadamente a aquellos "infidentes" que se atreven a calumniar a España y proclamar la libertad de los cubanos. Las autoridades no conciben que el suelto sea impreso en La Habana, debido a la excesiva custodia de la urbe.

Las precauciones tomadas por Facciolo y los demás patriotas, entiéndase el ir y venir con la linotipia dentro de su peculiar resguardo, además del cuidado de elegir los colaboradores, posibilitan que estos burlen la vigilancia y acometan la edición del tercer número.

Facciolo compone el próximo periódico en Regla, y decide comprar una imprenta al costo de quinientos pesos, que le ofrece la viuda del impresor Vicente Torres.

Mientras la policía y los agentes secretos continúan con sus pesquisas, en un taller de la calle Galiano, perteneciente a Eduardo, ve la luz, el 26 de Julio 1852, el esperado rotativo.

El intrépido tipógrafo sugiere a sus compañeros la posibilidad de buscar un local adecuado para establecer la linotipia y desechar el baúl negro. En la calle Obispo, encuentra y alquila un espacio para instalar el taller: un pasillo, cuarto y patio de una casona del escritor y poeta Idelfonso Estrada Zenea.

En constante peligro, los patriotas no abandonan sus acciones conspirativas y de difusión del ideal revolucionario. Más, al ser muy conocidos por las fuerzas represivas y no poder permanecer en la ciudad por mucho más tiempo, Bellido de Luna embarca hacia los Estados Unidos, el 6 de Agosto.

Ambrosio Fornet en "El Libro en Cuba" reconoce que antes de partir de la Mayor de las Antillas, el periodista le aconseja a Facciolo abandonar la idea de asentarse y le recomienda que prosiga con las constantes permutas que hasta ese momento le habían dado excelentes resultados. Eduardo desoye a su amigo. Este constituye el primer gran error.

Un delator encamina a la policía hacia la casa donde se imprime el periódico. La máxima autoridad colonial ordena a Rafael V. Valladares, celador del barrio de Dragones, que capture a los individuos que, de forma clandestina, laboran en la tipografía situada en Obispo 44.

Juan y Antonio Bellido Luna, Andrés Ferrer, Juan Atanasio Romero, Florentino Torres, Juan Antonio Granados, Félix María Cassard, Antonio Palmer, Ramón de Palma, Antonio Rubio, Ladislado Urquijo, Ildefonso Estrada y Zenea, Francisco Pérez Delgado, Ramón Nonato Fonseca y Eduardo Facciolo de Alba, son acusados de autores y cómplices de la impresión de La Voz del Pueblo.

Falta apresarlos y que la Comisión Militar inicie proceso para condenarlos.

En los precisos momentos en que Facciolo y dos de los valientes propagandistas se reúnen para publicar el cuarto número, son sorprendidos por los españoles.

-¿Qué publicación es esta? -pregunta Valladares, mientras intenta leer en el plomo, la forma, para comprobar la denuncia.

-Es la misma La Voz de Pueblo, no se moleste usted, esta es la única prueba que se ha tirado –responde audazmente Eduardo, y le ofrece el primer ejemplar impreso aún incorrectamente.

-¿Eres tú el autor del periódico?

-No, y desconozco a los que trajeron la forma y me pagaron para su impresión.

Por mucho tiempo no puede ocultar el papel jugado. Sabiendo que todas las pruebas apuntan hacia él, y conocedor de que Juan Bellido de Luna y Andrés Ferrer han logrado escapar hacia el extranjero, profundiza en su declaración y se declara culpable.

Una polémica sobre quién resulta la persona que revela la arriesgada empresa de Facciolo, se produce a partir de este instante. Luis Cortés, vecino del lugar;

Ildefonso Estrada y Zenea, dueño de El Almendares, periódico que se imprime en el mismo taller; o el catalán Eudaldo Cabrises, a cargo de la casa donde estaba ubicada la rotativa, son algunos de los sospechosos.

Pero la mayor duda sobre el verdadero delator recae en Emilio Johnson. Este individuo cae detenido en el momento de la redada, pero horas más tarde es puesto en libertad.

El segundo desacierto de Facciolo radica en confiar en este ciudadano, quién se las daba de inglés por haber nacido en Nassau. Al parecer, Johnson finge simpatizar con la causa libertadora y se gana la amistad de Eduardo y sus compañeros.

El Consejo de Guerra, integrado por Francisco Velasco, Pedro Aguilar, Casimiro de la Muela Chacón, Baltasar Gómez, Francisco Mahy, Bernardo Villamil y Felipe Dolsa, acuerda sentenciar a los principales responsables: Juan Bellido de Luna, Andrés Ferrer y Eduardo Facciolo y Alba, a la pena de muerte en garrote vil. Los dos primeros son más afortunados. Quienes escriben, cooperan con imprimir y repartir periódico, logran esquivar la persecución.

Al resto de los implicados le ponen otras sanciones, en concordancia con los cargos acumulados contra ellos.

En atención a su corta edad, Dolsa, Gómez y Villamil piden para Facciolo la pena de diez años de presidio en África, con la condición de que nunca más regrese a la Isla.

El 24 de septiembre, Cañedo no acepta la solicitud de clemencia y ratifica el veredicto.

A las siete de la mañana del martes 28: "se colocó en la máquina de garrotes situada frente a la Real Cárcel y ejecutado en ella hasta quedar al parecer sin vida".

Así muere el patriota, héroe y mártir de la imprenta, el aficionado al estudio y a las bellas letras…aquel que horas antes de inmolarse escribe a la autora de sus días: "A mí me inspira el noble sentimiento de morir por mi patria y mis hermanos".

Facciolo es uno de esos cubanos que ayudan a preparar a nuestro pueblo para la defensa de sus legítimos derechos, le alientan fervorosamente en la lucha y exponen los agravios cometidos por España, así como las justas aspiraciones de los oprimidos por independizarse, utilizando la prensa en el logro de sus objetivos, sin ostentación ni la personal recompensa a sus trabajos.