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Diario de Cuba

El maestro cubano Aurelio de la Vega, sus vivencias a los 95 años

Aurelio de la Vega en conversación con Diario de Cuba rememora: Me interesaba el mundo de Schönberg y Berg, que en Cuba no tenía ni raíces ni ecos. Kramer me descubre a Mahler, a Bruckner, a Hindemith, a Max Ragger, a Pfitzner. Cuando me hace oír por vez primera partes de la ópera Palestrina de Pfitzner, que tocaba en el piano, me enfrento por vez primera con unas armonías extraordinarias.

Kramer es el primero que me habla del dodecafonismo, de Schönberg, de Alban Berg, y de Webern, compositores que por aquel entonces eran casi desconocidos en los propios EEUU. ¡Figúrate entonces cómo debe haber sido el desconocimiento total en Cuba!

[…] A Kramer, el músico que me abrió tantas puertas, luego le dan por fin una visa para venirse a EEUU en 1945. Lo dejé de ver por muchos años, hasta que me reuní de nuevo con él en Nueva York y luego en mi casa de Northridge. Yo, entre tanto, me quedé en Cuba un año más, solo, haciendo mis investigaciones, casándome con Sara Lequerica, mi primera esposa. Por aquel entonces, Kleiber ya estaba en Cuba. Lo habían contratado como director de la Orquesta Filarmónica de La Habana.

Me acerco a Kleiber porque tengo unos deseos enormes de salir de Cuba, porque no me siento allí bien. Recuerda que por entonces yo ya estoy en paréntesis porque la gente dice que soy un apátrida, un anticubano…

Me conseguí un puestecito miserable en el consulado de Cuba, con un sueldo mediocre pero tolerable, porque yo no quería depender del dinero de mi familia. Llegué a Los Ángeles lleno de ilusiones y repleto de expectativas. Tenía 21 años, acababa de casarme con Sarita Lequerica, hija de un prestigioso médico, prima tercera mía, bellísima, llena de vida, muy compenetrada con mi mundo musical creativo, y pianista que le gustaba hacer música de cámara. […]

Llegamos Sarita y yo a Los Ángeles y enseguida llamé por teléfono a Schönberg, mi ídolo musical de mis años jóvenes, para quien traía la carta de presentación de Kleiber. Mis enormes deseos de estudiar con Schönberg tuvieron inicios difíciles. A Schönberg se le metió en la cabeza que yo era un niño rico, y ávido de dinero pidió una suma exorbitante por las clases. Tuve dos entrevistas en su casa para ver si podíamos llegar a un acuerdo, y pretendió que le pagara por cada visita de unos 20 o 25 minutos la cantidad de 50 dólares, que en 1947 era ya cosa fuerte.

Finalmente se constituyó una clase con otros dos jóvenes compositores, José Malsio, de Perú, y Melvin Cummings, del Canadá, quienes, como yo, aspiraban a ser discípulos del gran maestro. Pero las pocas sesiones en que participé fueron muy tormentosas y negativas.

Schönberg se mostraba con rasgos de tirano, no se le podía contradecir en nada, por respetuosas que fueran nuestras preguntas, interrumpía las clases para hablar de Platón, de Hegel o de temas sociopolíticos. Si uno no estaba totalmente de acuerdo con lo que nos explicaba, y hago énfasis en totalmente, montaba en cólera, suspendía la instrucción y nos mandaba a casa.

Finalmente tuve un desagradable encuentro con él con respecto a una interpretación del expresionismo, pugna de la cual yo salí mal parado. Schönberg me llevó a la puerta de su casa en 116 North Rockingham Avenue, Brentwood, y la cerró tras de mí.

No lo vi más nunca. Me fui a mi auto y lloré por largo tiempo. Gertrude Schönberg, la esposa del gran monumento, después me habló para que yo volviese, pero le expliqué que no podía resistir más las humillaciones.

Unos meses después entré en contacto con Ernst Toch, quien en lo personal era el reverso de la medalla de Schönberg. Toch era también, como Schönberg, compositor de fama, alma gentil que me acogió con calor e interés, y con quien trabajé como discípulo atento por dos años. Aprendí mucho de él, sobre todo en relación con los conceptos de forma y de color orquestal, y quedamos amigos hasta su muerte.

Al hacer una retrospectiva de su obra Aurelio ha confesado: Mira puedo decirte que estoy satisfecho. Yo soy un hombre muy autocrítico. Siempre lo fui y siempre lo soy. Primero, estoy satisfecho en el sentido de que es un camino cumplido. Mi obra es como un arco que tiene suficientes troncos, raíz y hojas para que sea frondoso. Y creo que puede tener vida en el futuro, cuando uno desaparezca. La gran prueba es que cuando uno no esté, la cosa sí esté.

Ahora, en el sentido de la autocrítica, me siento muy regocijado. Como siempre he sido muy majadero en esas cosas, te puedo decir que, si no creyera que es buena mi obra, te diría que no es buena.

Creo en la valoración crítica de las cosas. Uno —si es lógico, y no un enajenado, o un egocéntrico enfermo, o un cocainómano— sabe más o menos el valor de lo que ha hecho. En una escala de 100 uno comprende, más o menos, donde está situado uno. Creo que nos podemos equivocar, en la escala de valorización, en un 5%, quizás hasta un 10%, digamos. Y si no creo que estoy en el número 87, puede ser que esté en el 89 o en el 91, o puede ser que esté en el 80. Pero creo que uno se da cuenta aproximadamente dónde uno está.

Sé que yo no soy Brahms, ni Beethoven, ni Bach, ni Mahler. Quizás no lo seré nunca porque no me queda tiempo. Pero también sé que no soy Juanito Pituso... ¿Comprendes? Yo sé que hay un valor en mi obra, y que dentro del contexto histórico de Cuba es muy importante.

En ese sentido, pues sí, tengo una gran satisfacción muy agradable al contemplar toda una serie de obras que tienen su propia vida, y creo que algunas de ellas tendrán una carrera futura. Así que, en ese sentido, me iré de la existencia con tranquilidad.

Diario de Cuba

Aurelio Ernesto Ramón de la Vega Saavedra


músico, compositor, artes, pedagogo

Compositor y pedagogo cubano. Fue decano de la Facultad de Música de la Universidad de Oriente e impartió conferencias en los Estados Unidos, Puerto Rico, México y Venezuela. Nace en La Habana. Estudió en La Habana armonía, contrapunto y análisis musical con el profesor vienés Fritz Kramer. En 1947 se trasladó a Los Ángeles, California, donde fue alumno de composición de Ernst Toch y Arnold Schonberg.