Domingo Ramos Enríquez

Domingo Ramos Enríquez
Nacimiento:  
6
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11
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1894
Fallecimiento:  
23
/
12
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1956

Pintor cubano, considerado uno de los grandes cultivadores del paisajismo en la República, especialmente por sus vistas del famoso valle de Viñales y otros escenarios físicos de la Isla.

Nació en Güines, en la actual provincia de Mayabeque. Desde niño manifestó su vocación artística cuando dibujaba en sus cuadernos escolares lo que la imaginación le proporcionase, sin atender demasiado a la reprobación inicial de los maestros; mientras que los fines de semana se empeñaba en reproducir el patio de la casa. Más tarde, intentó pintar el paisaje próximo a su pueblo, demostrando cada vez más sus habilidades para el oficio, de ahí que su padre, ante la aprobación colectiva, decidiera facilitarle una verdadera formación. En 1907 ingresó en la Academia de San Alejandro, donde asimilaría con diligencia las enseñanzas de maestros como Armando Menocal y Leopoldo Romañach. Entre los géneros predominantes, Ramos se decidió tempranamente por el paisaje, impulsado por artistas tan representativos como Santiago Rusiñol, Aureliano de Beruete y otros, cuyas obras podía apreciar gracias a las revistas españolas y francesas, accesibles en la Escuela.

Ganó Matrícula de Honor en 1909 y, unos años después, se agenció el Primer Premio en la asignatura de Paisaje en el curso 1911-1912. Asimismo, fue premiado en el Concurso de Bellas Artes con su pieza “Estudio de paisaje”, acontecimiento reseñado por la prensa capitalina de la época.

Ante el éxito conseguido por su hijo, el padre accedió a financiarle la prosecución de sus estudios en Europa, de modo que en el verano de 1912 Ramos partió a Madrid y asistió a la prestigiosa Academia de San Fernando. Asombrado por el medio artístico madrileño, comprendió la utilidad de la interacción con otros alumnos, con sus obras e ideas, bajo la tutela de los maestros. Tuvo la posibilidad de recorrer algunos de los parajes más llamativos de España, como la exuberante naturaleza de Asturias en 1915.

De regreso en Cuba, inició un periodo de gran fertilidad creativa, acompañada de varios galardones y reconocimientos (p. ej. de la Academia Nacional de Artes y Letras), otro viaje a España, exposiciones en La Habana (p. ej. en la Asociación de Pintores y Escultores, Salones de Bellas Artes entre 1919 y 1921). Sin duda, la principal experiencia de esta etapa fue el descubrimiento del valle de Viñales, atractivo por su variedad cromática y la peculiaridad de la forma de sus mogotes. Esa riqueza visual, unida a la belleza de sus panoramas y las posibilidades expresivas, le brindó a Ramos una línea temática original, extensamente aprovechada por su paleta, pues en enero de 1923 puso a disposición del público habanero 38 lienzos que impresionaron a todos, incluida la crítica especializada, la cual advirtió en ellos una visión novedosa del paisaje insular. Mostró detalles insospechados de la naturaleza cubana, inmersos en una intensa luminosidad —que varias veces fue calificada de excesiva—, sin apelar al claroscuro autoimpuesto por otros artistas en busca de los mismos efectos lumínicos. Ese mismo año recorrió otros sitios de la geografía española, entre ellos Valencia, Murcia, el litoral de Cataluña y Mallorca; en esta ciudad pasó una temporada creativa desde el otoño de 1923 hasta la primavera de 1924, experimentando con otros temas paisajísticos como la nevada, un verdadero reto para el artista caribeño, finalmente conseguido y luego celebrado por Joaquín Sorolla. Su estancia mallorquina le brindaría una nueva exposición en Cuba, en enero de 1925, de temática mediterránea, tratada con el debido distanciamiento. Su aceptación en los círculos artísticos madrileños fue una prueba más de la alta estimación de que gozó Ramos en la Península; de hecho, el Museo de Arte Moderno obtuvo su obra “El coloso en la cumbre”, una de las más sobresalientes de entre todas las suyas. Además, en 1929 obtuvo Medalla de Oro y Diploma de Honor en la Exposición Iberoamericana de Sevilla.

Asentado nuevamente en La Habana, inició otro periodo enriquecedor que incluyó varias representaciones del valle de Viñales, adonde acudió una vez más; varios premios nacionales y foráneos que consolidaron su prestigio; numerosas participaciones en eventos artísticos, tanto en Cuba como en el extranjero; así como el inicio de la labor educativa en la Academia de San Alejandro. Fue notoria su influencia en el estudiantado, sobre todo en la generación de los años 30, durante los cuales fue promovido a titular de la cátedra de Anatomía artística (1931) y estuvo también al frente de la cátedra de Paisaje debido a la licencia otorgada a Menocal en su momento (1937). Supo imprimirle dinamismo a la docencia y concederles libertad expresiva a sus alumnos, pues decidió impartir las clases de paisaje fuera del recinto escolar para trasladarse al Jardín Botánico.

El manejo que Ramos hacía de la luz tropical suscitó opiniones enfocadas en el grado de fidelidad en la trasposición de dicho recurso a la pintura, pues algunos observaban ahí ciertas reminiscencias de su etapa europea. Aunque no fue una respuesta suya a tales consideraciones, el artista se alejó de Viñales y de las vistas extensas, y a principios de la década del 40 se encaminó hacia otra manera de comprender el paisaje al interesarse por la vegetación aledaña al Almendares, el río que atraviesa la ciudad de La Habana. Justamente en 1943 obtuvo por oposición el cargo titular de su cátedra con una de sus piezas más emblemáticas de ese periodo: “Tarde en Río Cristal”. Los cuadros realizados convencieron a la crítica de una representación menos subjetiva y más ajustada a las condiciones físico-ambientales de la Isla, a la par de una inédita profusión del color, acorde con ese ajuste tan aclamado.

En 1946 fue elegido director de la Academia, aunque dimitió enseguida para consagrarse a su arte. De hecho, recuperó de manera transitoria la temática paisajística de Viñales, si bien esta vez prefirió el formato pequeño y determinadas vistas del valle. También se acercó a la sugestiva vegetación de la localidad de Calabazar, donde había estado previamente, atraído por las diversas tonalidades del verde y la riqueza de la gama cromática, de modo que demostraba otra vez su capacidad para captar, al modo impresionista, la luz típica de nuestras condiciones climáticas.

La emergencia de las vanguardias históricas y del llamado “arte nuevo” trajo consigo una reacción ante las formas tradicionales de concebir el hecho artístico, como sucedía en el caso de Domingo Ramos, tan preocupado por la pulcritud formal y el apego a los modelos naturales de sus figuraciones. Por lo tanto, hacia 1940, la crítica especializada calificó de excesivamente mimética a su obra, dado el empuje de los nuevos compromisos políticos y sociales demandados por las turbulentas circunstancias históricas de la Isla en aquellos años. Por otra parte, ingresó en la Academia Nacional de Artes y Letras en 1942.

En noviembre de 1956 fue nombrado Profesor Emérito de la Academia. También fue académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias y Artes de Cádiz, miembro de la Royal Society de Londres y de la Asociación de Escritores y Artistas Americanos de La Habana. Murió de una dolencia terminal el 23 de diciembre de 1956, cuando ya era ineludible su inclusión en la pléyade de los máximos pintores del campo cubano. Piezas como “El hato de Caiguanabo” (Premio en el XVIII Salón de Bellas Artes, 1936), “Viejos mamoncillos”, “Abril florido” (Medalla de Bronce en la Feria Mundial de Nueva York, 1939) y otras, son clásicas en este sentido.

El paisaje como género había irrumpido en Cuba a mediados del siglo XIX, luego de que el tema de la ciudad había sido ampliamente abordado en el grabado dieciochesco y en la litografía del primer tercio decimonónico. En el siglo XX, el paisaje siguió dos caminos fundamentales: el académico y el adscrito a las nuevas tendencias expresivas. La obra de Domingo Ramos se sitúa, como se sabe, en la primera de estas rutas, y enriqueció los aportes de figuras cimeras del paisajismo cubano: Romañach, Menocal, José Joaquín Tejada, Antonio Rodríguez Morey y otros. Su técnica firme, su alto sentido analítico del objeto y su incansable laboriosidad lo convirtieron en un artista excepcional.

Nos legó una extensa producción, íntegramente dedicada a exaltar la belleza natural de su país, hoy dispersa en numerosas colecciones privadas, en algunas instituciones públicas de Cuba, España y Estados Unidos, entre ellas el Museo Nacional de Bellas Artes, que posee 43 piezas, de las cuales algunas están incluidas en la colección permanente.